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Sebastian Kirzner
(Buenos Aires, 1985)
Poeta, investigador y narrador. Comenzó a publicar en el año 2008. Tiene cuatro libros de poesía, además de haber dirigido como antologador, la dactología americana de novísima poesía joven llamada "2017: Nueva Poesía Contemporánea". Actualmente se encuentra trabajando en su segundo libro de narrativa y en un ensayo sobre literatura contemporánea.


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Cierta noche de verano dejé conectado por error el chat de mi Facebook. Siempre cuido que en ese espacio no haya intervenciones fortuitas. Que el sistema mantenga un carácter calmado, hecho para ser apreciado y esculcado a un ritmo propio, y no se convierta en la amenaza que suelen ser los teléfonos o los mensajes de celular cuando aparecen repentinamente. Pero de pronto esa noche comencé a oír el PLOP PLOP PLOP característico de ese chat cada vez que aparecen las frases venidas de sabe dios dónde. Me disponía a apagarlo cuando advertí lo que las palabras trataban de expresar. Hablaban de sandías gigantes, de mesas de cocina que se empequeñecían en segundos, de neveras que abrían sus fauces como gigantescos Leviatanes. Noté de inmediato qué quien me dirigía esos mensajes era Sebastián K, el fantástico escritor argentino que en esos momentos parecía haberse metido en uno de sus relatos. Estaba experimentando, como pocos autores se atreven a hacerlo, a vivir dentro de sus propias ficciones o de otras que todavía ni siquiera tiene imaginado crear. Este libro es la prueba de que la perspectiva de construcción de un texto semejante es la de alguien que conoce las dos caras de la moneda. De alguien que vive en varios tiempos y espacios de manera simultánea y que no titubea ni por un momento en el método que debe aplicar para conseguirlo….

Mario Bellatín






Palabras preliminares

Si hemos de creer a Rilke (y no hay motivo para no hacerlo) los prefacios tienen dos características: o bien son producto de anquilosados espíritus escolares o bien son hábiles juegos de palabras en los que hoy prevalece un punto de vista y mañana el opuesto. Nada hay más alejado de la obra de arte que la crítica, dice Rilke. Quizás para sortear este peligro, Kirzner ha recurrido a alguien ajeno a su campo para que lo prologue. Tengo hacia la literatura el acercamiento de un amante y la actitud del merodeador que anda a la deriva, alejado de los caminos habituales. Me muevo, por lo tanto, con la virtud del inocente y el defecto del ignorante.

Con estas virtudes y defectos, me interno en los cuentos de Sebastián Kirzner reunidos bajo el inquietante nombre de 'La salidera'. Al abrirlo, un epígrafe de Barthes –un texto casi escolar de un Barthes muy joven- preanuncia la tónica de lo que vendrá. 'La salidera' se abre en la línea del drama, en la línea que corresponde a una sociedad corrupta que se complace con la exacerbación de la infelicidad de los pequeños incidentes de la vida. Para merecer la tragedia, dice Barthes en ese ensayo, es necesario que el alma colectiva del pueblo se eleve, ya que la tragedia es el género que se corresponde con las grandes épocas. La nuestra, por el contrario, sólo merece el drama, cuyo género más decadente es el melodrama con personajes que se sienten ajenos a toda responsabilidad desde que la vida los ha herido con la marca de la injusticia.

Fiel a su epígrafe, los personajes de Kirzner son inactivos, desmoralizados, ebrios, truhanes, carentes de propósitos como grupo social. Su terreno es el esperpento. Esperpentos son sus personajes y esperpéntica es la deformación sistemática de la realidad. Desde ese terreno, con increíble economía narrativa, el autor compone con dos o tres frases certeras, escenas en la que el exceso, la deformidad y la crueldad habitan parajes cercanos al lector latinoamericano.

En efecto, los cuentos de 'La salidera' vagan por Uruguay y Brasil y en ellos abundan las localizaciones precisas. Cabo Polonio, Valizas, la Lagoa, Campeche se enhebran en un recorrido espacial. Sin embargo, en la composición esas localizaciones son meros pretextos de verosimilitud y, si en la lectura nos trasladamos de acá para allá, de pueblo en pueblo, de playa en playa, en los textos no hay nada que remita a un ir hacia adelante. Al contrario, los cuentos avanzan en profundidad. Cada uno de ellos es un viaje hacia el centro de una mente -siempre otra y siempre igual- fríamente lúcida que, con el escalpelo de la ironía, penetra en la sordidez de las relaciones humanas y en la banalidad de la propia existencia. En esta línea, Kirzner estira la cuerda hasta casi hacerla estallar: sus personajes mutilan, se trasvisten, asesinan, masturban, se masturban o simplemente se quedan mudos empalados en penes descomunales o irremediablemente fláccidos sin ninguna grandeza, sin ninguna posibilidad de hacerlo mejor, sin ningún aliento dionisiaco. Son inimputables, irremediablemente heridos, puras parodias de sí mismos.

Kirzner construye este mundo en páginas de abrumadora belleza permitiéndonos percibir que lo terrible puede convivir con lo bello. Sus cuentos levantan el telón de las malformaciones del mundo social con dedos de mago, logrando –y en esto se aparta de la tradición del esperpento- que la vida cotidiana, profundamente perturbada, aparezca sin ninguna perturbación. En 'La salidera' todas las violencias parecen dormidas aún en el momento en que son actuadas 'Quien observa detrás del envase transparente es mi hermano. Él no sabe que dentro de poco, voy a apoyarme sobre él y a golpearle el ojo izquierdo. Yo tampoco.' dice el narrador de 'Quién observa' sabiendo que va convertirse en cegador sin que ningún movimiento se agite en ese mundo perturbado.

A la violencia de la realidad no le corresponde la violencia del lenguaje: la ironía, el juego de palabras, la repetición homofónica y la metonimia son los recursos a los que apela el autor para dar forma a su universo. En general, pocas oraciones que le bastan para componer el clima, a partir de audaces traspasos de sentido 'Si mi madre hubiese podido decidir, tampoco se hubiese detenido ahí, pero ella ya casi no hablaba, y tampoco era capaz de tomar decisiones sobre el movimiento de los cuerpos en el espacio. Es cierto que mi madre quiso ser bailarina. También es cierto que le falta una pierna. Más cierto aún es que la perdió en batalla, y que desde entonces habla poco', leemos. Con tres movimientos, Kirzner nos ha trasladado del plano de la elección al plano del deseo y desde allí al plano de los hechos aleatorios que conspiran contra cualquier deseo y cualquier decisión. Así en todos los cuentos. Las palabras se salen de sí mismas para anticipar tópicas e introducir requiebros que cambian el curso de lo dicho. Finalmente encontramos en 'La salidera' una suerte de Ars poética propia del escritor que se inicia. 'Ningún libro mío ha acabado jamás. Nunca, en toda mi vida, he podido finalizar de leer o escribir un libro, las últimas páginas, simplemente no están', se nos dice en 'Reclusión'.

Esas últimas páginas ausentes, que luego encontraremos vomitadas por las ratas que devoran al escritor, son una remisión a la ilegibilidad, límite de toda escritura. Los cuentos de Kirzner se 'leen' hasta cierto límite. Para subrayarlo, hay un punto en el que el autor nos retacea la palabra, nos escamotea el final. En el ínterin solo veo la imagen del cubo en la arena, el cubo que nada le falta y nada le sobra, sólido, palpable, eterno. Ese cubo que de ningún modo simboliza mi muerte, sin embargo, parece ser lo único que me tranquiliza, que me hace creer, que finalmente, podré ser el espectador directo de 'Reclusión' acaba allí, sin apelar al recurso de los puntos suspensivos que indican continuidad. Ya lo hemos dicho: en esta obra nada continúa hacia adelante, todo penetra en profundidad. Ese final que falta no existe. Por eso no necesita ser dicho. ¿Para qué, si el escritor ya escribió la violencia, el exceso, la falta, el irremediable dolor de vivir en un mundo sin salida? Pero, ¡atención! ¿La salidera' no es acaso, la cerveza que salva de la borrachera? Entonces, la escritura –y su ilegibilidad- se afirman como posibilidad irrebasable y cierta de hacer frente a la deformidad del mundo.

Es esa concepción la que constituye y sostiene el mundo de Kirzner. Se decía de André Breton que no era surrealista, era el surrealismo. Escritor y performer, nuestro autor, intenta ser la literatura. Y a juzgar por estas páginas, le sale muy, pero muy bien.

María Ledesma